Más que un país se le parece a un continente: tiene 1400 millones de habitantes y acaba de arrebatarle el puesto a China como el poblado del mundo. Además es un mundo en sí mismo y nadie que se le atreva sale tal como entró. Es potente y desafiante, tan caótica como amorosa.
TXT I FOTOS: Mario Massaccesi

Después de visitarla dos veces he llegado a esta conclusión: no trates de entender a la India, quizá no lo logres nunca, solo hay que experimentarla. No le busques lógica, menos desde la mirada de Occidente.
Caminé sus calles y anduve por distintas ciudades por primera vez en 2016, lo hice con un grupo de 30 personas de distintas partes del mundo y para todos fue un flash. Pasaron los años, el grupo sigue vía whatsapp y es común que haya mensajes recordando los avatares de aquella travesía turística y espiritual. La India la ves desde el afuera, pero te toca como una barita mágica hacia adentro. Mi segundo viaje es reciente, setiembre de 2023, con viajeros argentinos dispuestos a sacarse la duda sobre la eterna pregunta ¿Qué tiene la India que todos hablan de ella?. Fuimos 18 entusiastas compañeros de ruta que después de volar muuuuuchas horas, abrazamos a ese país generoso… ¿O la India nos abrazó a nosotros?. Es que es un destino de corazón a corazón y quien no esté dispuesto a entregarse la pasa mal, resiste y solo porfía para volver a su zona de confort.


Norma, mendocina y una de las pasajeras, tuvo la mejor definición en la cena de despedida: “la India te cuerpea todo el tiempo”. Sus palabras nos hicieron coincidir que ante la primera distracción, escape, silencio… algo inesperado aparece que te hace decir “wow”. Por momentos se parece al mundo del revés.
Nueva Delhi es la ciudad donde más aparecen los contrastes urbanos. Los grandes palacios, residencias opulentas, calles arboladas, hoteles de lujo, mansiones embajadas que están a un pasito nomás de la miseria extrema que en este país no se oculta, sería imposible. Las grandes avenidas parquizadas contrastan con el desorden desproporcionado en el mercado de ciudad vieja donde se amontonan bicis, autos, vacas, gentes… una especie de malón furioso que ruge a puro bocinazo como una melodía destartalada que nunca nadie llegará a componer. Las callejuelas están llenas de puestos que tienen de todo: cotillón, mantas, cuencos, telas, flores… Son maestros en el arte de esquivar ya que un tránsito sin gobierno solo invita a estar atentos, presentes y sortear a cada paso todo lo que se cruza por el camino. Las bocinas no son una señal de alerta y menos de enojo, es la manera que usan para avisar y para ser vistos.

¿Qué tiene la India que todos hablan de ella Es un destino de corazón a corazón y quien no esté dispuesto a entregarse la pasa mal, resiste y solo porfía para volver a su zona de confort.

Se puede pasar del tumulto callejero y variopinto a la paz y el silencio en el memorial donde descansan los restos de Ghandi; parece otro universo con la llama eterna, lleno verdes y flores, y la risa de cientos de alumnos que cada mañana visitan el lugar para entender lo que el mundo aún no ha entendido: “No hay caminos para la paz -rezó Mahatma- la paz es el camino”.
Aquí no hay vidrieras, porque la calle es una gran pasarela inocente, donde se lucen los saris, que significa “banda de tela”. Son varios metros con la que las mujeres envuelven sus cuerpos y siempre con las combinaciones más increíbles de colores vivos y estridentes. Verlas como se deslizan y como los pliegues acompañan su caminar es una clase de estilo. Se lucen en una boda con brillos, encajes y lujo, y en una obra en construcción cargando ladrillos o juntando bolsas con pasto para sus animales. Las hemos visto, nadie nos ha contado estas escenas.
La inmensa mayoría, multiplicada en millones, es pobrísima, sin embargo los colores se hacen una fiesta que los levanta y les da una identidad única. Los visitantes nos sabemos adonde mirar primero porque es una avalancha que alucina, conmueve, descoloca.
Ellos se limitan a lo más hermoso que tienen: mirar profundamente a los ojos y te honran con un “namasté”, poniendo sus manos en forma de rezo. ¡Y es tan reparador sentir que alguien, por un instante, solo está presente para vos!. Miran con el corazón y son portadores de los ojos más intensos que nadie puede imaginar. Basta hacer una prueba sencilla y practica con celular en mano y sacarles una foto en primer plano que ellos aceptan con espontánea alegría; no posan… son! El resultado es una mirada cautivante. Un hechizo que desarticula muchas certezas y te deja con preguntas aún sin estrenar. Namaste es una palabra sánscrita que se compone de dos partes: “namas” significa “inclinarse ante” y “te” significa “para ti”. O sea, “me inclino ante ti” o “ te honro a ti”.
En este segundo viaje una señora me escribió por redes sociales cuestionándome: “no entiendo como viajás a un lugar a donde hay tanta miseria”. Le respondí con una pregunta y un agregado: “¿A qué miseria se refiere? Porque conozco muchas miserias cinco estrellas que se pavonean en sheratones, yates de lujo, autos de alta gama, matrimonios sin amor o gente que sencillamente ha perdido la magia”.
Viajar a la India y no ver pobreza es una entelequia y hasta un divague. Pero es una pobreza sostenida en la fe y esto los hace portadores de una riqueza que no cotiza en bolsa ni entra en los parámetros de las consultoras internacionales. No es una pobreza desde el resentimiento, tal vez porque no conozcan otra cosa. Son pobres pero no se sientes pobres, porque la fe los coloca en otra escala de valores.


Nuestro senda siguió por el llamado “triángulo de oro” que componen Jaipur, Udaipur, Agra y Varanasi. Un combo cultural, histórico, espíritual, artístico y social que sorprende a cada paso. Se levantan imponentes fuertes y palacios que se sostienen hace siglos como testigos de la India dominada por otros países, especialmente los ingleses hasta mediados del siglo pasado.
Algunos hitos compartidos. Fuimos en tren, en plena madrugada, desde Nueva Dheli hasta Ajmer, seis horas viajando como lo hacen los locales y derribando mitos sobre esta cuestión. Llegar a la estación nos metió de lleno en las profundidades de la noche y nos puso en evidencia la cantidad de gente que duerme en la calle, a la intemperie, como único lugar seguro. Un largo recorrido desde donde vimos que también hay extensiones de tierra deshabitadas.

Namaste es una palabra sánscrita que se compone de dos partes: “namas” significa “inclinarse ante” y “te” significa “para ti”. O sea, “me inclino ante ti” o “ te honro a ti”.

Udaipur fue otra sorpresa por sus mercados, templos y calles cargadas de rickshaw o tuk tuk que son esas bicis con carrito atrás para trasladar pasajeros, o los autorickshaw que son motitos para cargar gente. Y allí anduvimos, pavoneándonos entre templos y mercados montados en este medio de transporte tan popular en oriente y atravesados por el asombro y el miedo. Parece un juego de un parque de diversiones porque todos esquivan a todos, pues no lo es.
Seguimos por Pushkar, uno de los cinco lugares sagrados para los hinduistas y en los ghats (escaleras que bajan al río) participamos de una primera ceremonia donde recibimos nuestra bendición. Udaipur nos impactó por todos los templos, pero además por las casas de diseño que combinan la historia de la India con el mundo fashionista. La India no es solo pobreza, también tiene diseño de vanguardia. Ranakpur fue un destino de subida hasta las montañas de Aravalli entre verdes selváticos y cornisas profundas para llegar al extraordinario templo jaimista de Chamukha con más de 100 pilares tallados y uno de ellos inclinado. Jaipur, donde las telas y piedras preciosas son famosas, nos abrió las puertas a una ceremonia en el templo de Birla. ¿Es posible un palacio en un pozo de agua enorme? En la India sí y lo recorrimos en Abhaneri, con una arquitectura intacta convertida en ciudad fantasma. Lucknow es una ciudad sorprendente porque allí se ve la marca de la ocupación inglesa en edificios y monumentos.



Los últimos puntos del viaje fueron, tal vez, los más movilizantes. En Agra abrazamos con nuestra mirada el sol que se levantó en plena madrugada sobre el imponente y blanquísimo Taj Mahal, esa tumba ostentosa y al mismo tiempo una pieza única de diseño y realización. Todos quieren la foto en ese lugar ícono de la India. Desde cualquier lugar se logran tomas increíbles y los jardines que la serpentean invitan a una pausa que casi siempre es imposible porque tanta belleza estimula la inquietud. Nuestras compañeras de viaje alquilaron trajes típicos y se envolvieron en los saris que se consiguen a muy bajo precio para rendirse a los pies de esa colosal estructura de mármol blanco. Inmediatamente después el contraste furioso: nos fuimos hasta el hogar de las hermanas de la caridad, la obra humana –también- monumental de la Madre Teresa de Calcuta. Elogio de la sencillez. La acción desde el amor y el sentido hacia el otro.
El broche final fue la desafiante Varanasi, esa ciudad donde el Ganges, uno de los ríos más contaminados del mundo, mezcla la vida y la muerte, lo urbano y la fe profunda. Caminamos hasta sus orillas antes del amanecer para embarcarnos rápidamente y esperar la salida del sol navegando sus aguas. Estaba malito, más alto que otras veces porque fue época de lluvias. Con el Ganges no se jode. Se lo respeta, por tradición y por peligroso. Cuando el astro rey, que todo lo ilumina, asomó en el horizonte desierto, los pájaros se elevaron en vuelo, los monos aparecieron por asalto y las campanas de la ciudad resonaron como preludio del día que se inauguraba. ¡Es mágico! Miles de personas se bañan en las aguas fétidas como un bautizo terrenal, y otras tantas rezan y agradecen que la vida es hoy. En ese escenario donde domina la fe, quienes estábamos en la barcaza tambaleante hicimos nuestra propia ceremonia de soltar. Cada uno con una vela encendida (que la brisa daba pelea) sobre una pequeña corona de flores. Un silencio compartido, bien democrático, para dejar sobre las aguas la ofrenda y que el río se lleve lo que ya no queremos, ni necesitamos. Un instante aliviador. Una decisión desde el coraje. La confianza de hacerlo en compañía de los otros. Y después volver a la costa, con la certeza de que ya no somos los mismos.
Varanasi es como un útero: allí es posible renacer. ©

TXT I FOTOS: Mario Massaccesi


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