649 Cruces

El dolor de las tumbas vacías, entre el Cementerio de Darwin y el Cenotafio de Pilar

“No le digas a mi madre como morí…” fue lo último que le dijo a Pedro Simón su amigo Ramón. “Nosotros cuatro éramos uno solo, y él único que volví fui yo. Mis tres amigos se murieron en mis brazos”, cuenta este hombre al que se le siguen llenando los ojos de lágrimas. Pertenecían al Regimiento 12 de Infantería de Mercedes, Corrientes. Pedro fue a Malvinas como francotirador, con dieciocho años y sólo treinta días de instrucción. “Yo soy del Chaco, no conocía el frío. Volví con congelamiento y casi me cortan una pierna…pero mis tres amigos quedaron allá”
“Allá” es el Cementerio de Darwin.
Después de la rendición argentina, los ingleses intentaron repatriar los restos de los soldados argentinos, pero el gobierno argentino siempre tuvo la misma respuesta: “no se puede repatriar lo que ya descansa en la patria”. Los ingleses dispusieron el cementerio en las cercanías a la Pradera del Ganso, el escenario de una de las más cruentas batallas de la contienda, en un paraje llamado Darwin. Tan inhóspito es el lugar, que solo tiene cuatro habitantes estables.
Recién en 1999 ambos gobiernos llegan a un acuerdo para que el cementerio sea permanente y los familiares de los caídos impulsan una ardua negociación para restaurar el predio y construir un Monumento a los Caídos en el territorio de las Islas, financiado en gran parte por Eduardo Eurnekian.
El monumento, diseñado por los argentinos Mónica Berraz y Carlos D´Aprile, sufrió varias modificaciones por parte de la administración de las Islas. Pero finalmente, llegó a Malvinas en el 2004, en un buque con bandera de Antigua y Barbuda.
Son las nueve y pico en la Isla Soledad. El viento anticipa la cercanía del invierno, pero todavía la nieve no cubrió las cruces blancas que hace treinta años están simétricamente dispuestas en ese montículo de Darwin.


El resto de los 649 muertos que dejó la guerra de Malvinas yacen en las profundidades del océano. Son las víctimas del hundimiento del Crucero Gral. Belgrano.
A más de mil kilómetros de distancia de aquel cementerio, el sol del otoño en la provincia de Buenos Aires baña tímidamente unas cruces blancas exactamente iguales. El paisaje es radicalmente diferente, y el clima bastante más amigable. Esa extraña sensación de recogimiento, mezcla de dolor y respeto, es la misma.
Durante los 74 días que duró el conflicto, el “Padre Tito” recorrió trincheras, repartió rosarios y ofició misas, escuchó confesiones y conoció las miserias de la guerra. El Presbítero Dr. José Fernandez estuvo a cargo de los once sacerdotes destinados a Malvinas, y como veterano de guerra, nunca pudo olvidarse de los que quedaron allá.
Después de Malvinas, el Padre Tito decidió llevar adelante una obra particular: creó una réplica del Cementerio de Darwin, en un predio de siete hectáreas que poseía su familia en la localidad de Pilar. Pero, a diferencia del original, aquí están dispuestas las 649 cruces, en las que se identifica con nombre, apellido, arma y grado total de los héroes fallecidos en las islas.
Además, construyó una capilla idéntica en forma y medidas, a la de Santa María de Puerto Argentino, y en ese mismo lugar se erige un monumento a los caídos en combate. Lo inauguró el 2 de Abril de 1992, cuando se cumplieron los primeros diez años de la gesta. La idea del padre Fernandez era brindar “un lugar de recogimiento donde honrar la memoria de quienes dieron su vida por la Patria, y contribuir a la unidad, pacificación y concordia del pueblo argentino rescatando sus valores espirituales”. Durante casi veinte años, el cura en persona recibía a los visitantes y les brindaba detalles de esa obra monumental única en el mundo.


El Presbítero Fernandez falleció el 24 de octubre del 2004, y un año después, el predio fue donado a la Municipalidad de Pilar. Hoy es mantenido por la Asociación de Veteranos de Guerra, para que continúe funcionando como Museo y lugar de visita.
El “cementerio” de Pilar es, en realidad, un cenotafio. Así se llaman las tumbas vacías, un concepto que existe desde los tiempos del antiguo Egipto, pero que tomaron relevancia después de las grandes guerras, con las tumbas a los soldados desconocidos.
En nuestro país, esta clase de monumentos funerarios estaban reservados a la memoria de los caídos en las luchas por la independencia. Hasta la guerra de Malvinas, cuando los muertos se hicieron dolorosamente cercanos.
Al poco tiempo, comenzaron a erigirse diferentes monumentos por las plazas de todo el país, por lo general impulsados por asociaciones de ex combatientes y familiares de los soldados que fallecieron en combate. En un país en el cual se tardó muchísimo en reconocer a los veteranos, era de esperarse que hayan sido necesarios varios años, para que desde la esfera pública también se honre a los caídos.
Pasaron más de cuarenta años de aquella guerra.
Podemos seguir discutiendo si fue una gesta heróica o la locura de un borracho.
Podemos preguntarnos por qué la causa de Malvinas siempre parece ser el manotazo de ahogado de los gobiernos de turno.
Pero hay algo que no podemos (ni debemos) olvidar: esos 649 muertos eran hijos, padres, hermanos, amigos…muchos tenían, apenas, diecinueve años. Lo mínimo que podemos hacer por ellos y sus familias, es inculcarles a nuestros hijos el respeto y el reconocimiento que la sociedad, durante muchos años, se ha olvidado de darles. ©

TXT I Fotos: GEM


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